La Escuela de Gijón

Era a su borde asomada
una rosa inmaculada de un rosal.


Estos versos de los hermanos Álvarez Quintero, cantados como nadie por el inolvidable Pepe Marchena, fueron lo primero que me vino a la cabeza cuando Josefina Junco me pidió que escribiera algo para el catálogo de esta exposición. Y es que el jardín sonriente y las tranquilas y cristalinas fuentes están, cómo no, siempre presentes en la obra de J. J. Es decir, está gloriosamente la belleza, claro, para fortuna de los que admiramos y amamos su pintura.

Ahora nos ofrece en Cornión veintitantos cuadros, última tanda, bajo su personalísimo y entrañable estilo ingenuista, interpretando con esmerado pincel sus visiones, recuerdos y otras iluminadas ensoñaciones de las que tanto nos habla su arte, y donde nunca falta un profundo acento de ternura y delicadeza.

Era un probe jardinero
que cuidaba con esmero del vergel;

 
Y eso es exactamente lo que hace Josefina con sus creaciones, parirlas con sinceridad, nobleza y sentimiento, sin falsos o impostados resortes, sin manidos recursos, sin aspavientos y sin caer en modas, tendencias u otros desperfectos. Ella cuida de sus criaturas con pasión de madre generosa y abnegada, otorgándoles sabia consistencia y tierna madurez, hasta que alcanzan la redonda plenitud de la obra bien hecha. Se trata de una pintura alada y sentimental, con esa certeza de los verdaderos artistas. Junco es idéntica a sí misma, sin copiarse ni repetirse jamás.

Así, encontramos felizmente en sus cuadros el gran asunto de la vida, de la gozosa y espléndida existencia, de las personas que se enamoran bailando en una verbena de verano, de los caminos festoneados de flores silvestres, de verdes praderas esmaltadas de margaritas, de árboles frutales y plantas aromáticas, de manzanos en flor, siempre el manzano, de soñadas casas idílicas, lugares encantados, inquietantes y misteriosos personajes como fuera del espacio y del tiempo, remotos mares en calma, barcos en confusas singladuras, la vida y la naturaleza, en fin, la dulce y tamizada luz del norte y los cromatismos que consigue, con mil reflejos y mil detalles de sutiles exquisiteces.
y era la rosa un tesoro de más quilates que el oro para él..

Y para ella. Para nuestra querida artista asturiana, cuyo lenguaje y personal estilo es de una coherencia pasmosa, investigando sin descanso dentro de su inimitable mundo y casi siempre sorprendiéndonos con hermosos hallazgos.

A Josefina le sobran hoy día criterio y oficio, buen gusto y sensibilidad, equilibrio y sentido común para pintar con hondura. Y qué placentero resulta ver que se mantiene con gran firmeza en lo suyo. Es decir, en la pintura pura, en la gloriosa y española tradición de pintar como siempre, desde la más alta antigüedad a ayer mismo, desdeñando modas o, como ahora se dice, pasando de las nuevas tendencias y soportes, de extravagantes y efímeras temáticas, algunas verdaderamente grotescas.  Gracias, Josefina Junco, por no sucumbir al feísmo de estos tiempos tan confusos y gracias por seguir ofreciendo en tus creaciones motivos evocadores con tu inimitable lirismo, frente a las mutaciones temporales del Arte y sus veleidades.
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Gijón era ensimismarse, en un anochecer de noviembre, desde la barra del viejo Riscal, viendo caer la lluvia fina con una paz infinita en el corazón. Y era ver con asombro el alumbramiento de una irrepetible pléyade de artistas, numerosas galerías privadas, magníficos espacios públicos y un gusto y una afición por el coleccionismo, como yo no he visto en ninguna otra ciudad de España. Pero ése es asunto para tratar en otro momento y otro lugar. Ahora solo se me ocurre el título, el mismo del encabezamiento.

Cándido Fernández
Madrid, febrero de 2016.