Catálogo de la exposición Josefina Junco - ENCUENTROS


CRÍTICAS El tiempo perdido. Ángel Antonio Rodríguez (La Voz de Asturias) Encuentros
Para Van Gogh las sillas vacías eran símbolo de ausencia y de muerte. En carta escrita a su hermano durante el período de La Haya y como comentario al dibujo de una silla vacía escribe: "Sillas vacías las hay por todas partes y aún ha de haber más; tarde o temprano no habrá más que sillas vacías..."
En casa de Vincent había una silla vacía, la de su hermano mayor muerto, y el pintor recuerda la triste sensación que le producía la partida de su padre cuando estaba en el internado de Amsterdam: ".. .al volver a casa, a mi habitación y ver la silla de papá cerca de la pequeña mesa donde aún estaban los libros y cuadernos del día anterior, y aunque sé que muy pronto volveré a verlo, lloré como un niño...".
Estáticas e incardinadas a la tierra, las sillas son testigos irrevocables de la ausencia. Para Josefina Junco las mecedoras, redondas y sensuales, muebles fascinados que recobran su ritmo obstinado por el sólo impulso de la brisa; arquetipos de la permanencia más allá del cuerpo físico; habitáculo de los sueños y la nostalgia, de los diálogos interrumpidos; asiento de los vivos y los muertos.
Dos espacios y sus respectivos símbolos acompañan esta exposición en una clave de lectura sentimental e intimista: la casa de Triongo y su estancia central donde la mecedora aguarda, las maderas crujen y se siente aún el dulce olor del arroz con leche. El otro, el mundo exterior frecuentado de árboles y senderos. Como en toda cosmogonía, Josefina elabora para sí un árbol personal que nos habla de un determinado lugar en el mundo. Hayas, robles y cerezos la convierten en una intérprete privilegiada del entorno rural de la infancia. En las mitologías nórdicas el árbol que está próximo a la vivienda, habita también el espíritu protector de la familia. La casa es continuación viva de sus mayores, de sus antepasados. La casa se convierte, así, en un lugar de culto a los muertos. La tía Dulce María que conservaba un gramófono traído de Cuba, tocaba el piano y miraba de modo poco convencional la vida. Las abuelas, mujeres de indianos, que en algún caso no volvieron a ver a sus hijos. Amores suspendidos, anhelos no cumplidos... Mecedoras que mantienen el ritmo desilusionado de la vida.
Frente a la casa de Triongo la pintora establece espacios de observación que se vinculan al propio discurrir de su tiempo biológico. Desde el nacimiento-infancia, sobre una naturaleza geometrizada "Encuentro I", pasando por espacios intermedios de observación "Espectro con luna", hasta un tiempo por venir en que la observación parece producirse desde una distancia serena, propia de la madurez "Contemplación".
Entre la casa y los árboles, senderos como cordones umbilicales sinuosos y sensuales; presagios de luna llena. Bosques, reducto de lo inaccesible, espacios propicios al extravío, trayecto de penalidades.
Más de quince años de trabajo metódico y extremada pulcritud nos hablan de una mujer de apariencia frágil pero de inquebrantable tesón desde que en 1979 me enseñara su primer dibujo en lápices de colores. Luego vendrían las tintas y las ceras, también las témperas, técnicas primarias para una etapa ingenuista que ha sabido mantener y alternar con estados más desbocados del alma (Playa de Gijón), donde maneja el óleo, los grandes espacios cromáticos y las texturas. En este punto de su temperamento nos encontramos con una obra de vocación expresionista y onírica de gran importancia. Veinte años de amistad y admiración por un trabajo sincero, y de reflexión sobre los grandes presupuestos de la vida y del paso irrevocable del tiempo; de las soledades del alma.
También las mecedoras, nido común de complicidades, diálogos y entendimientos propiciados quizás, por nuestra condición de mujeres. Sería deseable que en ese tiempo de espera, del que todo ser humano tiene su cuota, algún Museo de la ciudad o de Asturias se acuerde de su obra, testimonio de una memoria y de un lugar que nos es común a casi todos, presentes y difuntos.
VIVES ya en la estación del tiempo rezagado: lo has llamado el otoño de las rosas. Aspíralas y enciéndete. Y escucha, cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.
El otoño de las rosas. F. Brines, 1986
Pepa García Pardo
Profesora de Historia del Arte.
Fundación Municipal de Cultura,
Educación y Universidad Popular.